Pero nada de eso sucedió. Ni en el segundo encuentro, ni en el tercero. Seguíamos siendo dos completos desconocidos a pesar de conocer al dedillo la ropa interior que cada uno usaba.
Fue en una noche excepcional de cielo estrellado cuando todo cambió. Cuando llegué, ya estaba sentado esperando en el banco. Me dirigí a mi lavadora y fui metiendo toda mi ropa poco a poco. A pesar del ruido de su lavadora funcionando oí su respiración tan cerca de mí, que no pude sino volverme. Y ahí estaba él, el hombre sin nombre, a menos de veinte centímetros de distancia de mí. Por un instante sentí miedo y me imaginé que realmente era un ladrón de lavanderías que acechaba a las trabajadoras de las hamburgueserías en un cuidado ritual de cuatro encuentros o un asesino en serie que esa noche tenía que cumplir con su necesidad de matar. Creo que toda mi vida pasó por delante hasta que sentí sus manos en su cadera y sus labios en mi cuello. Me estremecí pero aún fui capaz de dar al botón de “start” y que mi ropa comenzara su lavado. Ni me moví, ni siquiera volví la cabeza para preguntarle qué hacía. De sobra lo sabía, tanto, como que hasta lo había soñado en más de una ocasión en mi pequeño cuarto.
Aquel moreno de ojos penetrantes inspeccionó mi cuerpo hasta que fue encontrando sus rincones favoritos: rodeó mis pechos alertas con sus pequeñas manos y las bajó por mi blusa hasta llegar a mi falda. Mi corta falda entre sus manos parecía ser incluso más escasa, pues no tardó en adivinar por su tacto el aspecto de mi sexo. Me empujó suavemente contra mi lavadora y aclimató su miembro al calor de mi sexo, penetrándome firmemente hasta que me sentí completamente llena. Aquel moreno comenzó un ritmo de empujes constantes, quizás muy parecidos al que marcaba el electrodoméstico, mientras yo, inclinada levemente sobre la lavadora, sentía en toda su plenitud ambas cadencias. Me gustaba sentir bajo mi cuerpo aquellas vibraciones que emitía la lavadora, aumentaban el placer que me proporcionaba mi amigo nocturno.
En esos momentos, mi lavadora había iniciado su proceso de centrifugado y mi amigo, contagiado por el frenético ritmo que le imponían, se dejó llevar hasta que un leve gemido y su calor invadiendo mis entrañas, me anunció que había terminado. También mi ropa estaba lista para ser sacada de allí. Mi compañero en un curioso gesto con su dedo haciéndome una especie de garabatos en mi espalda se apartó de mí y como si nada hubiera pasado, se fue hasta su lavadora a recoger la ropa que hacía unos minutos había finalizado.
Me recompuse mis prendas y metí en la bolsa toda la ropa lavada y ya seca aunque arrugada. Me volví para verle pero sorprendentemente se había marchado. Se había ido sin decirme siquiera adiós.
Caminé a mi casa pensando en lo raros que eran los insulares, pero con una sensación de bienestar que hacía mucho no tenía. Esa noche dormiría de un tirón a pesar de los ruidos que a veces tenían las cañerías de mi hogar, si se le podía llamar así al lugar donde habitaba.
Al llegar a mi casa me desvestí para entrar en la ducha y al mirarme en el espejo pude ver que en mi espalda había escrito a rotulador dos palabras en inglés “See you”. Estaba claro que no sería la última vez que aquel desconocido y yo lavaríamos juntos la ropa…
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